La desesperanza es familia de sangre de la depresión, que toma a una persona entera, con todas sus partes y la va despiezando, desarmando lentamente desde adentro. Cuando toca a la puerta huele a muerte, cuando se le abre y entra huele a carroña y la muerte muy orgullosa de su engendro la alienta a seguir susurrando al oído de los débiles, de los dolidos, atormentados, malditos, de los malvivientes, a quienes les niega y les da.
Porque la vida tiene alegrías y miserias pero para la presa de la desesperanza un mal momento es lo único que conoce o que logra recordar. Una sonrisa, una idea, un sueño, un proyecto, son excusas para desviar la atención, para posar su mano en el hombro y con un giro cambiar el rumbo de esa vida que se va, que se va en mierdas venenosas disfrazadas de placer como pasar horas y horas detrás de una pantalla jugando un juego o viendo una novela en lugar de salir a la vida a buscar lo que hace falta para ser feliz.
La desesperanza es gangrena, es cobarde, es el ébola de las emociones y todos lo sabemos o por lo menos lo intuimos pero aún así no nos da la gana de montar las defensas para cuando asome su hocico en nuestras vidas detectarla lejos y no cuando ya esté sentada a nuestro lado, cruzada de piernas, abrazándonos.